domingo, 20 de enero de 2008

La Iglesia y el Estado

Las paredes del monasterio retumbaron con los pasos de Guillermo de Baskerville. La roída túnica se movía en el aire de forma sinuosa mientras los decididos ojos del monje miraban hacia el frente, sin pestañear, buscando una puerta. La puerta. Pomo de bronce desgastado por el uso. Madera de fresno resquebrajada por el paso del tiempo, la caducidad del mundo.

Todavía le quedaban tres oscurros corredores por recorrer y luego debía girar hacia la izquierda. Allí la encontraría. El sudor le resbaló por la frente y el cansancio comenzó a hacer mella en sus piernas. Pero debía seguir adelante si quería saber la verdad. Así que intentó caminar más deprisa, intentando silenciar al máximo sus movimientos, para no despertar a los agustinos.

Por fin se alzó ante él la entrada al baluarte de la sabiduría. Aquella mezcla de emoción y de paz hizo que relajara por un momento los dedos de su mano izquierda. El candil resbaló y cayó al suelo con el estrépito que hace un trueno al rozar la tierra. Guillermo se detuvo en seco y trató de apagar el cirio con el pie, sin hacer ruido. Fue entonces cuando escuchó una voz grave al otro lado de la antigua puerta de la biblioteca.

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