martes, 19 de junio de 2007

Sueño de una Noche de Otoño

Una suave brisa agitó las cortinas de mi habitación y me despertó de mi sueño. Definitivamente, el fresco estaba llegando poco a poco, a medida que se acercaba el otoño. Estaba demasiado cansada para levantarme y cerrar la ventana, así que decidí arroparme con mis sábanas hasta el cuello.

Era una noche fría, no solo por la temperatura, sino también por el aspecto. La tenue luz blanca de la luna llena se filtraba a través de la tela de la cortina y el viento agitaba las hojas del ciprés que se alzaba por encima del balcón. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Tenía miedo. Ya no solo por el caduco llanto de las ramas de aquel árbol, o por el silencio que reinaba en mi casa de campo, sino por aquella siniestra calma, estática como la muerte.

Decidí cambiar de postura en mi cama y mirar hacia la puerta, en lugar de observar mi ventana. Una enorme sombra negra oscureció las sábanas blancas por la luz de la luna con las que me arropaba. Mi corazón latía deprisa, pero decidí no mover ni un ápice de mi cuerpo, incluso impedía que pudiera agitarse alguno de mis oscuros cabellos. La puerta se cerró de golpe y me sobresalté. Un aliento frío como el aire invernal se deslizó por mis mejillas y poco a poco, por mi cuello. Una mano suave y fina acarició mis hombros, bordeando su figura y bajó a mis pechos. Un manto negro envolvió mi cuerpo, mi alma fue arropada por un sentimiento de excitación y lujuria, pidiendo perdón a Dios por mi inmutabilidad.

Sus dulces labios me besaron sensualmente, empezando por la parte inferior de la oreja y terminando por mi pálido cuello. Un agudo dolor penetró en mi yugular, llevándose el calor de la vida, absorbiendo mi alma y mi pasión; aunque a la vez perduraba el deseo de que aquello nunca terminara, esa sensación agridulce que devoraba mi piel y mi sangre. Dos gotas cálidas rociaron mi frente mientras una voz lánguida y voluptuosa susurraba en mi oído que él agradecería por siempre a la Madre Noche la gracia que le había otorgado. Tanto mi mente, como mi cuerpo se sumieron en una profunda oscuridad.

La luz del alba golpeó en mis párpados y fui despertando de mi sueño. Estaba cansada, desvalida, aunque había dormido toda la noche. Una noche desde luego, con amargas pesadillas, que no me habían dejado descansar plenamente. Afortunadamente había sido eso, solo un sueño de una noche de otoño. Me puse de pie, corrí las cortinas y el amanecer inundó mi habitación. El torrente de claridad me hizo caer al suelo, mis piernas me fallaban y apenas podía levantar los brazos. Lejos de toda inútil esperanza, no consegía levantarme, pues cada vez que lo intentaba una fuerte punzada aparecía en mi cuello, como una daga fina y traicionera al mismo tiempo.

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