viernes, 22 de junio de 2007

To unexplain the unforgivable

Estaban un chico y una chica sentados sobre una alfombra, mirando los hipnotizantes fuegos de una chimenea.
Ninguno de ellos decía nada, pues sabían que no era necesario articular ninguna palabra cuando no tenían nada que decir. Existía la suficiente confianza como para compartir el silencio. La tranquilidad fue rota por un suspiro. La chica le miró con sus profundos ojos verdes y le preguntó:

- ¿Pondrías una mano en el fuego por mí?

- ¿Qué? - contestó el chico saliendo de sus pensamientos.

- Que si serías capaz de poner la mano sobre el fuego si yo te lo pidiera.

- Sí. Confío demasiado en ti como para pensar que podría quemarme. Los filos de las llamas nunca lograrían tocar mis dedos.

- Hazlo, por favor - suplicó la chica, que le dio un beso en la mejilla.

El chico se puso de pie y se remangó la camisa. Lentamente fue acercando las yemas de los dedos al fuego de la chimenea. No tenía miedo. Sonreía. Introdujo la mano, el calor traspasaba la piel al estar demasiado cerca, pero no le hacían daño. Vio una sombra tras de sí, que le susurró al oído:

- Caíste, creído y estúpido gilipollas.

La joven le empujó contra el fuego. El chico cayó de bruces a las llamas, pero no emitió ni un solo aullido de dolor, ni un solo lamento. Las lenguas mellaban poco a poco su rostro, su piel y su carne. Él se puso de pie sobre la chimenea y desapareció entre las luces brillantes y anaranjadas.

Un golpe de viento apagó la chimenea y cerró de golpe la puerta de la habitación. Las últimas ascuas ardieron y finalmente se apagaron, dejando un llanto de cenizas grisáceas. La chica caminó hacia la puerta. De las cenizas se alzó una figura negra. Era su amigo. Ya no tenía aquel rostro afable. Lágrimas de sangre brotaban de sus ojos de iris rojo apagado, como las llamas de aquella chimenea que se habían extinguido. La toga negra cubría su cuerpo y una capucha del mismo color nublaba su rostro. De pronto, la joven fijó sus ojos en la empuñadura que sobresalía por encima de los hombros del joven.

- ¿Qué vas a hacer? - preguntó la chica, con la voz quebrada por el miedo.

El muchacho no respondió. Llevó sus manos a la empuñadura de su espada y la desenfundó ejecutando un sonido frío como la muerte. Plateada. Sencilla. Limpia, brillante y blanca como la luz de luna. El acero silbó en el aire. El siguiente ruido fue el seco golpe de una cabeza chocando contra el suelo.

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